





Un manifestante pacífico congoleño le escribe a su hija de tres años:
Hija mía,
Saldré este domingo. Quizá no regrese más. Como cada tarde, tú esperarás mi llegada para saltarme al cuello y besarme con amor.
No salgo a destruir nada, ni a robarle nada a nadie. Salgo sencillamente a marchar. Sin armas y sin odio. Salgo a marchar por el Congo para que nuestro Congo conozca días mejores. Salgo a marchar para decirles abiertamente, pero pacíficamente, a nuestros hermanos que llevan las riendas del país que le dejen ir hacia prometedoras auroras. Salgo a marchar para que se os permita la esperanza, a ti y a los de tu generación. La mía ya ha sido sacrificada por políticos egoístas, tóxicos y ávidos de dinero, que corren ciegamente sin parar tras el enriquecimiento personal, empobreciendo de paso al país. Nos han olvidado. Han vendido nuestras esperanzas a la mejor oferta, sacrificado nuestro potencial en el altar de su confort. El país no para de hundirse.
No voy a hacer nada ilegal, sencillamente marchar, como me lo autoriza la Constitución. Pero eso no es sin riesgo. Ya que ellos, acostumbrados a las inmerecidas aclamaciones, no soportan la crítica. Frente a nuestras palmas preparan las ametralladoras. Al ruido inofensivo de nuestros pasos van a oponer los carros de combate, a nuestros cantos el silbido de las balas.
Sencillamente rehúso el miedo, rehúso dar marcha atrás ante la opresión y caucionar la depredación del Estado. Si no, ¿cómo podría mirarte a la cara cuando seas grande y decirte que no he tenido el valor de luchar por tu porvenir y el de todos los niños del Congo?
Por ti y por ellos he decidido salir. Si no vuelvo, sabe que nunca te he abandonado. Que simplemente he rehusado inclinar la cerviz. Por mi patria y por ti, hija mía, estoy dispuesto a entregar mi vida.
Tu papá que te quiere.
©Beni-Lubero Online.





